Explícito o insidioso, ordinario o pasional, el antifeminismo se manifiesta a lo largo del siglo XX. Rechazando la igualdad de los sexos, se ha mostrado con violencia cada vez que las mujeres han intentado aventurarse en los territorios desde hace mucho tiempo reservados a los varones, bien sea el de la creación intelectual, bien el de la acción política. Siempre presente, de modo claro o subyacente, se apoya en una tradición arcaica, pero no deja de adaptarse bajo la influencia de los cambios que ha sufrido la sociedad. Bajo una u otra forma, el antifeminismo traduce angustias reales, y así su historia se inserta en la de los miedos colectivos e individuales. Porque desde finales del siglo XIX la emancipación de la mujer ha suscitado toda suerte de fantasmas, frecuentemente teñidos de misoginia, pero también ha supuesto el temor a la no diferenciación de los sexos. Los antifeministas se han creído amenazados por los nuevos papeles reivindicados por las mujeres. Unos consideran el feminismo como algo contra natura e «inmoral», mientras otros lo califican de «puritano» y «burgués», incluso una amenaza para la supervivencia de la nación y la armonía de la sociedad, pero no han conseguido impedir la emancipación de las mujeres, incluso aunque alguno se haya opuesto al sufragio femenino.