Somos amputados al nacer, miembros fantasmas de nuestras madres, anticipamos el misterio de la poesía que dice lo perdido. Con esa certeza Ana Cagnoni construye sus poemas, milagro del espejo en el que volvemos a encontrarnos, en el que la completud parece una promesa realizable, al menos en las palabras que evocan las ausencias. Aquí, la poesía no solo representa una realidad tangible (lugares, personas, paisajes, objetos, seres vivos) sino que reproduce múltiples variables de lo que pudo haber sido, de la vida probable que devino en otra cosa: una mudanza, un accidente, una muerte, un nacimiento. Palabras que no solo son palabras, sino también puertas hacia las infinitas posibilidades del devenir, en un código que, sin embargo, no renuncia al realismo, sino que pretende capturar fotografías dispersas de una época, donde la fragmentación es la constante. ¿Qué tuvimos? ¿Qué tenemos? ¿Qué pudimos tener?: “desde que me mudé de país,/ pienso que todo es un simulacro./ la granja es un simulacro de granja./ el tractor, de tractor. el desencanto./ mejor, después de todo,/ que sea un simulacro y no un error”, nos cuenta la Poeta, y en esa supuesta simplicidad, la complejidad del lenguaje y su posibilidad de representar el mundo se ponen en duda para confirmar lo que ya sabemos. Estamos frente a una poesía que escarba en lo aparente para restituirnos a lo verdadero: nuestra condición de extranjería, miembros fantasmas de lo incompleto, capaces, sin embargo, de evocar lo añorado para, de ese modo, volver a casa.
CARLOS J. ALDAZÁBAL