Caracas, Notre-Dame, lentejuelas y spam es una brillante novela de María Sol Pérez Schael, en tiempos de encuentros de las mujeres consigo mismas y su historia social y familiar.
Del Caracas de los años 50 y 60 al París de hoy se puede viajar cruzando un frívolo y divertido pasillo o escalando graníticas cordilleras de recuerdos.
En esta sorprendente intriga de búsquedas, la cosmopolita Alexa recupera a su tía Mimí, juvenil octagenaria rodeada de secretos y de magnéticas amigas que junto a la belleza de la ciudad se convierten en aliadas y cómplices en el olvido, todo sea por vencer la ¿rudeza? del exilio o ¿entender? por qué y cómo han llegado hasta aquí.
Del compromiso con el feminismo mi tía y yo nunca habíamos hablado, salvo el año anterior cuando al teléfono le mencioné los escándalos del movimiento Me Too. Sin ninguna inhibición, descargándose como si fuera una ametralladora, lanzó los cartuchos que tenía guardados quién sabe desde cuándo contra el patriarcado, los feminicidios, la discriminación y, una vez desahogada, me explicó con más calma que el feminismo avanzaba a zancadas, no de manera lineal ni continua, de allí sus apariciones inesperadas. El primer gran salto reciente (para no hablar de las brujas, precisó), lo dieron las sufragistas a fines del siglo XIX conquistando el voto. En los sesenta mi generación, la del MLF, logró la igualdad sexual, y hoy día el Me Too de ustedes impedirá que nos sigan matando. Un logro importante. Queda pendiente lo más difícil, me advirtió: transformar el alma masculina hasta que dejen de sentirse amenazados por nosotras. Esa tarea tomará generaciones; pero, cuando ocurra, los hombres al orinar levantarán de manera voluntaria la tapa de WC y, al terminar, volverán a colocarla en su lugar. Ese delicado comportamiento será como un destello de consciencia, de empatía, concluyó.
Emma nunca me habló de sus padres, un silencio que me ha pesado. Lo comprendo ahora, al ver cómo el vacío provocado por la ausencia de un pasado se agiganta en los Estados Unidos, un país en el que es imperativo tener una identidad tribal, la que sea: negro, hispano, gay, judío, evangélico o wasp, es la condición para ser persona; de lo contrario no eres nada ni nadie. Incluso en la cosmopolita Nueva York, ignorar tus raíces es un hándicap tan llamativo como llevar una joroba o ser un inválido.
(…) La mudanza a la nueva casa operó como la muda de una serpiente transformándonos a todos, especialmente a Magda, que comenzó a amar de nuevo a nuestro padre, al menos eso quisimos creer nosotras. Lo evidente era (en eso no me equivoco) que equilibraban fuerzas, aunque solo fuera temporalmente. Lo comprobamos el día en que mamá le rompió a nuestro padre una vajilla de porcelana en la cabeza (en otra ocasión serían vinilos del “Pájaro Chogüí” y de Alfredo Sadel o Nat King Cole), y no conforme con eso, lo obligó a vender un apartamento en Parque Central comprado a escondidas para una secretaria, la roba-maridos. (Una digresión: ¿has visto la serie Mad Men?, en los sesenta no se hablaba con eufemismos estilo “asistente administrativo”).