Las ciudades novohispanas en los siglos XVI y XVII fueron un crisol donde se vertieron, en condición de desigualdad, las formas y técnicas de escritura y de representación europeas y prehispánicas. Los textos latinos y españoles se superpusieron a los códices, sin reemplazarlos, y la imprenta pronto multiplicó la posibilidad de reproducir no solo los relatos que llegaban del Viejo Mundo, sino también aquellos con los que se quería generar una memoria del Nuevo o, simplemente, comprenderlo y explicarlo. Lejos de ser un simple espacio de recepción de los escritos que llegaban con las flotas, pronto surgió un amplio grupo de lectores, escritores y editores capaz de definirse por su participación en la aventura de lo escrito y de producir un discurso original a partir del cual constatarían la singularidad del territorio y reclamarían una dignidad propia. Este fenómeno hizo de estas gentes de letras (juristas, europeos de diversas procedencias, nobles, mujeres, indígenas, naturales o emigrantes) protagonistas de un fenómeno que se asentaba ahora sobre el conjunto del orbe. Se trataba ya de una civilización de la escritura que se plasmaba en papel, pero que expresaba los deseos, las angustias y las grandezas de gentes que, si bien fueron de carne y hueso, no por ello dejaron de marcar su identidad con los caracteres que les daba este tiempo nuevo.