Quien se adentre en la lectura de La boca del desierto de Ricardo Cuadros se meterá en aprietos. En sus arenales se escuchan resonancias del más alto calibre: un duelo a quemaropa y sin testigos con ciertas desolaciones de la vida y del lenguaje, a lo Pizarnik; una crónica alergia a dar explicaciones en vez de hacernos guiños entre líneas, a lo Celan; una digestión rumiante de las evocaciones, en la que se fermenta la gran tradición poética de Chile que lo precede y lo contextualiza. No es poco decir.?Este es el árbol de la palabra árbol que no está en el bosque? reza uno de los versos que, por sabor y aroma, me remite a Juarroz. ¿En dónde está ese árbol de la palabra árbol que se quedó sin bosque? ¿En cuál de los idiomas podría venir al mundo esa palabra? ¿Qué dice de nosotros un árbol innombrable que habita una palabra de la que no sabemos el lenguaje de origen? Ya se ve: de La boca del desierto no se sale indemne. ¿Qué más se le puede pedir a un poeta?Juan Carlos Salvia