Nuestra generación ha crecido entre las ruinas de antiguas certezas. Nacimos mientras caían.
Somos hijos del fragmento, pero el fragmento no nos inquieta porque la alternativa de las grandes
moles compactas no nos atrae ni nos convence. Han producido demasiadas víctimas como para
confi ar en ellas.
Después de un siglo de ideologías férreas que negaban lo Invisible y de décadas de teología sobre
la muerte de Dios, nos hallamos ante un nuevo paradigma en el que el resurgimiento de lo espiritual
ha confl uido con la pluralidad cultural y religiosa. El reto consiste en que este resurgimiento integre
las aportaciones de las generaciones precedentes, tanto de las más antiguas que pertenecieron a la
primera inocencia como de las más recientes que aportaron una actitud crítica respecto a las religiones.
De aquí que se pueda esperar un tiempo nuevo en el que visiones que hasta el presente han
competido entre sí descubran que se necesitan mutuamente.
Alcanzar esta síntesis no es una tarea fácil, porque no se establece en el mismo plano que sus
antinomias, sino en un ámbito de mayor profundidad donde cada una de ellas es convocada más
allá de sí misma.