Los libros de viajes por Italia tenían ya una larga tradición europea cuando Stendhal publicó, en 1817, la primera versión de la obra que tiene el lector entre las manos. Como no podía ser menos conociendo al personaje, Beyle se distancia abiertamente de lo que podría considerarse la típica guía para turistas o lectores en casa, y compone una obra que, nos dice, es más que nada una colección de sensaciones; no son tanto las ruinas o los monumentos célebres lo que le interesa cuanto todo aquello -costumbres, sucesos, formas de hablar- que aporte algo al conocimiento del corazón humano. Por lo demás, el supuesto viaje por Italia es completamente ficticio: ni las fechas se corresponden por lo general con la biografía conocida de Beyle (en los primeros renglones, fechados en setiembre de 1816, afirma tener veintiséis años y trabajar en Berlín, cuando en realidad tenía treinta y tres y estaba en Italia), ni siquiera parece que haya conocido realmente alguno de los lugares que menciona. Pero todo ello es coherente con la naturaleza del libro, pues antes que nada se trata para Stendhal de un viaje al pasado, un pasado que es tanto la gloriosa Edad Media italiana que admira intensamente, como su propio pasado de juventud en Italia, en la época de las guerras napoleónicas; un viaje, en suma, en busca de una felicidad perdida y que sólo podrá recuperar escribiendo, inventando.
De ahí que la ficción entre a raudales en el libro, ya sea en forma de anécdotas (que para Stendhal siempre reflejan el carácter de un pueblo o de una persona mejor que las generalizaciones abstractas) o sobre todo en forma de breves historias de amor apasionado, supuestamente escuchadas de labios de sus interlocutores italianos, y en las que el lector discreto verá el anuncio de algunas obras posteriores del autor, especialmente las Crónicas italianas y la Cartuja de Parma.