Anteayer, atontamiento de la salida: los amigos, el equipaje... En N. Y., atardecer; un atardecer, diríase, tropical, pero sucio, turbio, aunque hermoso, muy triste, como con dos tristezas, la suya propia de atardecer y la mía, que yo reconocía y distinguía muy bien, pero de la que se me escapaba el motivo. La verdad es que después de unos primeros años de gran desespero, había terminado por asentarme, por acomodarme en una como desdicha... blanda, casi dulzona, cómoda -a la que desde luego había tomado cariño, apego, ley-, y ahora era como si de pronto sintiese el desgarro y la pena de una separación.
1952
París, 21 de junio.
En una entrevista celebrada cuando Gaya era ya muy mayor, contestando a una pregunta sobre la amplitud y solidez de su obra ya realizada, el pintor afirmó tajantemente: "No he dicho nada". Aludía, sin duda, a esa sensación incómoda que le acompañaba como su propia sombra: la de tener siempre más que decir, más obra que emprender, y de necesitar siempre más tiempo para hacerlo. Todo lo que había hecho y dicho le parecía una simple preparación. Su vida, como su obra, era una especie de proyecto inacabado e inacabable, arraigado en un impulso que sólo se extinguió con su propia muerte.