Cuando, en 1881, Wilde publicó El alma del hombre bajo el socialismo logró irritar por igual tanto a sus aristócratas admiradores como a sus jóvenes amigos socialistas. El ataque a la propiedad privada y a ciertas instituciones que Wilde consideraba estrechamente ligadas a ella, como el matrimonio y la familia, enfureció a los primeros ; y su escepticismo sobre la capacidad del pueblo para formular una nueva concepción de la sociedad tenía que chocar contra el puritanismo de los jóvenes fabianos, encabezados por Bernard Shaw, y compartidos por otros grupos que se consideraban únicos herederos del pensamiento de Marx o de Bakunin.
Las premisas asentadas por Wilde en este lúcido panfleto poco tienen que ver con el espíritu decimonónico, nada hay en él de desgarramiento romántico ni de su antítesis, la solemnidad victoriana ; para encontrarles filiación habría que saltar a los estudios realizados cincuenta o setenta años más tarde sobre las formas coercitivas con que la sociedad mutila o aniquila definitivamente a la individualidad. Cuando Wilheim Reich analiza con horror al hombre de la calle que sufre sin rebelarse, que admira a sus enemigos y destruye a sus amigos, parece inspirado en la tesis fundamental de la sociedad socialista concebida por Wilde : «Nadie que quiera conservar su libertad podrá someterse a las exigencias de la uniformidad». «La personalidad perfecta no querrá que los demás sean como ella. Amará a los demás precisamente a causa de su diferenciación.» El hombre, por utópico que parezca, tiene derecho a la felicidad : «El placer es la piedra de toque de la naturaleza, su signo de aprobación. Cuando el hombre es dichoso está en armonía consigo mismo y con todo lo que le rodea». Pocos críticos han sabido hacer justicia a este aspecto de Wilde tan plenamente como Jorge Luis Borges cuando afirma : «Como Gibbon, como Johnson, como Voltaire, fue un ingenioso que, además, tenía razón».