Hermann Heller es algo más que un defensor de la República de Weimar contra las potencias de la barbarie nazi. Es algo más que un profundo analista de la deuda que el pensamiento político ha contraído con Hegel, algo más que un historiador modélico de las grandes ideas políticas modernas, algo más que el autor del libro más leído sobre la Teoría del Estado. Es quizás el símbolo más preciso de los dilemas insuperables del viejo mundo de Europa, incapaz de encontrar soluciones viables para sus propios conflictos y contradicciones. Situado en el cruce de caminos de todas las posiciones extremas, entre Schmitt y Kelsen, por un lado, entre el nazismo y el comunismo, por otro, Heller es testigo y víctima quizá de la inutilidad de los compromisos y de las síntesis. De su gesto, sin embargo, que había de llevarle al exilio en la capital de España, y a una muerte fulminante en una de sus céntricas calles, queda, nítida y valiente, la defensa de una política anclada en valores democráticos y sociales innegociables. Los textos que aquí presentamos son modélicos en este sentido para un presente confuso, como el nuestro, tan necesitado de posicionamientos claros y decididos.
La figura de Hermann Heller está íntimamente ligada a la historia de Alemania entre las dos guerras mundiales, sin embargo, no es por nacimiento alemán, ciudadano del Reich guillermino, sino súbdito de Su Majestad Católica Francisco José, soberano del imperio de los Habsburgo. Nace, de hecho, en Teschen an der Olsa, una pequeña ciudad situada entre lo que hoy es la República Checa y los territorios del entonces vasto y poderoso Reich germánico. Su familia es de origen burgués y de religión judía. En 1915, Heller concluye los estudios de derecho en Graz, segunda ciudad de Austria y sede de una renombrada universidad (allí había enseñado hasta poco antes Ludwig Gumplowicz, y allí enseñará años después Joseph Schumpeter). En 1914 se había alistado como voluntario, al igual que tantos coetáneos de la monarquía y del desmembramiento del imperio. En esa Austria reducida a una especie de muñón, roída por todas partes por las reivindicaciones territoriales de los países confinantes, en ese estado degradado a Alpenrepublik (como lo define Joseph Roth), Heller no puede seguir reconociéndose. Esto es común a toda una generación de veteranos de la Gran Guerra y, en general, a muchos súbditos del Imperio de los Habsburgo, que de improviso se sienten privados de su identidad política e incluso, en casos extremos, existencial.
A diferencia de muchos de sus conciudadanos de un reino perdido, de Roth y de Musil, por ejemplo, que quedaron para siempre Heimatlosen, sin patria, Heller no parece haber después añorado la monarquía de los Habsburgo. Por el contrario, encuentra enseguida otra ciudad de la que importa ser miembro: tal es la Alemania de Weimar. Se comprenderá entonces cuán fuerte es el vínculo que liga la propia identidad de Heller a la primera república alemana.