Cuando en 1949 se estrenó en Nueva York Muerte de un viajante, obtuvo de inmediato un éxito que catapultó a la fama a Arthur Miller, hoy convertido en todo un clásico del teatro norteamericano del siglo XX. Llevada innumerables veces a las tablas en todo el mundo, y en varias ocasiones a la pantalla, más de cincuenta años después de su estreno esta obra ha pasado a ser un símbolo de la tragedia del hombre corriente en una sociedad que lo aniquila y de la inutilidad del sacrificio.
Willy Loman ha trabajado como viajante de comercio durante toda su vida para conseguir lo que cualquier hombre desea: comprar una casa, educar a sus hijos, darle una vida digna a su mujer. Tiene sesenta años, y está extenuado; pide un aumento de sueldo, pero se lo niegan y acaba siendo despedido «por su propio bien», pues ya no rinde en su trabajo como antes. Todo parece derrumbarse: no podrá pagar la hipoteca de la casa y, para colmo, sus dos hijos no hacen nada de provecho. ¿No se ha sacrificado él siempre para que estudiaran y se colocaran bien? A medida que avanzan las horas, la avalancha de problemas crece de modo imparable, pero Willy vive otra realidad, en otro mundo: ¡ha soñado con tantas cosas!... Ha sido un perfecto trabajador, un perfecto padre y marido: ¿dónde está el error?, ¿en él o en los demás?
«La tragedia de Willy Loman está en que dio su vida, o la vendió, para justificar que la había desperdiciado», escribió Arthur Miller, quien, a propósito de la triste vigencia de esta obra, dijo en cierta ocasión: «El que siga habiendo tantos Willy en el mundo se debe a que el hombre se supedita a las imperiosas necesidades de la sociedad o de la tecnología aniquilándose como individuo… Pero la obra trata de algo aún más primitivo. Como muchos mitos y dramas clásicos, es una historia sobre la violencia en el seno de las familias.»