Tres cosas quedaron en mi mente: en primer lugar, el edificio, enorme, austero y bruñido de tan limpio, con los ni siempre graves y en orden, en pie o sentados, un orden casi militar. En segundo lugar, las solicitudes, muchas de las cuales eran de viudas de asesinados en la represión del final de la guerra civil, que pedían el ingreso de sus hijos por imposibilidad de manternerlos. En tercer lugar, los informes de los jueces y otros funcionarios del nuevo régimen sobre aquellas solicitudes
Las Casas de Misericordia fueron instituciones de una gran severidad, rayana a veces en la maldad, pensaba yo, recordando aquellos años de la posguerra, los años de mi infancia, cuando eran referentes familiares en nuestra vida cotidiana.
...la conclusión era clara: la intemperie era mucho más espantosa. Por eso se afanaban para hacer que sus hijos entrasen en aquel lugar. Y en este punto, la mente daba un salto hacia la poesía, hacia lo poco que quizás servía un poema para ayudar a soportar el dolor y las carencias. Pero no hay nada más, y si esto es triste, mucho más triste es la intemperie sin los versos. La poesía: una especie de Casa de Misericordia.