Richard Brautigan (1935-1984) dijo una vez que su lugar en la historia ?de la literatura, del mundo?, es decir, en la foto panorámica de la historia, era el lugar de las nubes. Suponemos que se refería a la parte más bonita de las fotos con nubes, pero podría tratarse de ese limbo donde, en efecto, quedaría atrapada hasta ahora la edición española de La pesca de la trucha en América, aunque gracias a este enorme librito errante más de uno llegara a imaginar el día en que se escribirían «brautigans» en lugar de novelas.
Quien no lo haya leído aún y se haga con un ejemplar puede estar tranquilo: habrá conjurado la eventualidad de no descubrir nunca lo mucho que Brautigan supo hacer con tan poco. Desde luego, el escéptico podría preguntar quién se acuerda ya de este autor aunque, por nombrar a uno entre muchos, Murakami reconozca en él a un precursor y La pesca... vendiera más de dos millones de ejemplares en su momento. Habrá, pues, quien opine que sus escritos pertenecen al pasado, al igual que el espíritu con el que se le identififi ca: el hippismo y la contracultura americana de Dylan o Ginsberg. Pero Brautigan podría haber sintonizado con nuestra época si no se hubiese pegado un tiro. Por algo se ha dicho que su obra incluso anuncia a autores tan dispares como Raymond Carver o David Foster Wallace.
Heredero sentimental de Hemingway, con un humor que bebe de Mark Twain y una vena filosófica que entronca con Emerson y Thoreau, Brautigan emprende en este libro un viaje emocional y espiritual por una época idealizada en su memoria y en la historia, componiendo un extenso poema en prosa, humorístico y melancólico, profundo y travieso, absurdo en el relato de lo cotidiano y, sobre todo, resistente al análisis y la clasificación.
No obstante, que sea el lector quien decida. Porque, tal vez, la prueba de la grandeza de Brautigan sean las pasiones encontradas que siempre ha despertado y que, con un poco de suerte, seguirá despertando.