Para El Seminarista matar no es causa de remordimiento, pero tampoco de placer. Matar es su trabajo y le
permite dedicarse a lo que ama realmente: los libros, las películas y las mujeres. Cumple los encargos del Empresario
con suma escrupulosidad y perfección. No quiere saber quién es la persona a la que tiene que matar, ni siquiera lee los
periódicos al día siguiente. Sin embargo, cuando ha decidido que ya es hora de abandonar su profesión, descubre que no
es tan inmune como creía a los efectos de su trabajo y de sus aficiones, y tiene que enfrentarse a los fantasmas de un
pasado que creía haber superado.