El interés creciente por los efectos y usos de la memoria de los pasados conflictivos ha generado la
reacción de un liberalismo memorial cuya doctrina consiste en afirmar que la mejor política pública de memoria es la
que no existe, alegando la numerosa y creciente información sobre esos pasados y el peligro de nuevos conflictos. El
resultado de ese discurso imperativo tiene el efecto de inducir a la privatización de la memoria, cada uno debe habitar
tan sólo en la suya como si de un acto de cortesía se tratara frente a la impertinencia de compartir públicamente las
memorias de los conflictos. Privatizar no es más que sacar la memoria de la historia y despojarla de sentido, nadie es
heredero de nada. Pero la cuestión reside en que si nadie se siente legatario de nada y la historia del país es
desposeída de la huella humana, ¿cómo puede alguien sentir el orden democrático conseguido como algo propio? Las
autoras y autores de este libro analizan con una perspectiva transversal las relaciones entre ciudadanía, memoria y
Estado, hablan de políticas, paisajes, asaltos y residencias de la memoria desde ámbitos profesionales diversos,
argumentando la dimensión pública que posee y la imprescindible secularización de un tema con frecuentes derivaciones
canónicas.