Lili Marleen fue para muchos (y en muchos países) un símbolo universal de la paz, aunque también es verdad que no pocos se opusieron al encanto de esa ilusión o al menos la contemplaron con irónica distancia; John Steinbeck, por ejemplo, la despachó diciendo que tal vez había sido «la única contribución positiva de los nazis al mundo». En cualquier caso, la canción se convirtió en un fenómeno de masas que ni siquiera la propaganda alemana pudo controlar. A diferencia de las composiciones bélicas tradicionales, Lili Marleen habla sobre la dureza de la contienda y el adiós de la amada sin prometer un futuro de paz y felicidad; en su letra laten el amor y la muerte, pero no el ardor de la batalla o el escalofrío de la victoria.
Un compositor nazi le había puesto música a un poema nacido en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, y una alemana enamorada de un judío aportó la voz que llevaría esos versos a la fama. Emitida por una emisora militar todas las noches poco antes de las diez, «Lili Marleen» unió y dio esperanzas a los acongojados y perseguidos de toda Europa: incluso junto a las cámaras de gas sonaron sus melancólicas notas. El mundo estaba ferozmente dividido en dos bandos irreconciliables, pero Lili Marleen atravesó todas las fronteras y hostilidades para moverse en una ambigüedad que desafiaba pautas y disciplinas: era un producto del Tercer Reich que también cantaban los soldados ingleses o norteamericanos. Y si terminada la guerra los veteranos británicos la escuchan entre ovaciones, Marlene Dietrich es abucheada en Polonia por cantarla en alemán. Cómo Lili Marleen, la canción alemana más célebre de todos los tiempos, pudo preservar su inocencia y acunar con su etérea belleza una época de horror es todavía un misterio. Un misterio que este ensayo trata de iluminar.