En solo algunos días del verano de 1936, como había pasado antes en el marco de otras revueltas históricas,
se desató una extraordinaria rabia exterminadora contra los lugares, objetos y representantes del culto católico en
España. Miles de religiosos fueron asesinados en unas condiciones muchas veces atroces, a la vez que un inmenso tesoro
artístico y arquitectónico era arrasado con auténtica saña. Las explicaciones que han intentado aproximarse al fenómeno
de aquella furia sacrílega e iconoclasta se han conformado con atribuirle la responsabilidad a la presunta
irracionalidad de turbas desquiciadas, que, fuera de todo control, desplegaban instintos sanguinarios y destructores.